jueves, 15 de abril de 2010

MANAGEMENT LAS MASCARA DE MAQUIAVELO (Por Michel Henric Coll)

Uno de los principios básicos de la (des)organización que sufrimos, es el de fragmentación. Es un principio directamente heredado del pensamiento cartesiano, que creía que dividiendo el universo en elementos cada vez más pequeños nos permitiría comprenderlo. No estoy seguro en cuanto al Universo, pero sé que dividiendo un sistema social como el formado por el personal de una empresa, ni se le puede comprender, ni se le puede gestionar. Fragmentar un sistema es destruirlo. Es como pretender entender cómo funciona la mente perpetrando la autopsia de un cerebro.

Al no poder gestionar el personal como sistema social, el pensamiento cartesiano-taylorista-fordista que impera en las mentalidades de la alta dirección procura impedir que exista. ¿Cómo? Fragmentando al máximo, dividiendo y fomentando la competición interna hasta la rivalidad. “Divide y reinarás” es su lema, ciego a que está serrando la rama de capital sobre la que está sentado.

En el mismo momento, en otros niveles de la empresa, otras mentes pensantes y conscientes de que los equipos son mucho más poderosos que los individuos disjuntos, predican por las sinergias frutos de la unión. Se procura –cuando el crecimiento de la economía permite liberar dinero para el personal, que es la última rueda del carro presupuestario– formar a los trabajadores al Team Building y convencerles de las virtudes de la colaboración.

Pero los efectos del trabajo en equipo duran poco, y el despertar de los sueños de un trabajo que tendría sentido, utilidad y eficacia, suele ser cada vez más amargo. Porque salvo escasas excepciones, todos los esfuerzos para involucrar al personal y conseguir que trabaje al unísono para el bien de la empresa, terminan rotos como cristal de bohemia bajo las embestidas del pensamiento anticuado e irrealista de los tecno-managers.

Así, observamos en las empresas una batalla entre la tierra y el mar, un flujo y reflujo inestable de los avances en dirección de personas, función de la atracción lunática y del termómetro de la economía. Cuando las olas traen bonanzas, se permite a los de Recursos Humanos que se entretengan con sus pasatiempos humanistas, pero cuando hay recesión y retroceso, se termina el recreo, todos a formar y Maquiavelo se quita la máscara.

Todo se puede resumir a una verdad sencilla: los que mandan piensan mal. Se han nutrido de los gurús equivocados, se han quedado un siglo atrás, no han sabido darle la vuelta a la página y leer el capítulo siguiente. Por mucho que sus teorías formen un conjunto coherente, son irrealistas. Los empleados no son engranajes de una máquina, ni materia prima, ni recursos sin mente ni sentimientos, y no pueden ser dirigidos como tales. Sus apologistas niegan que el ser un humano haga cualquier diferencia, aparte de ser un incordio por su obstinada negación a ser más que una máquina que anda. Es más, acusan a los que consideran la dimensión humana del trabajador de carecer de pensamiento científico y anteponer la sensiblería emocional a una supuesta racionalidad científica.

Y esto nos está costando mucho dinero a todos. Está costando beneficios a las empresas por falta de competitividad y eficiencia, satisfacción y productividad a los empleados que no consiguen involucrarse en un sinsentido, y costes dramáticos a la sociedad, que tiene que financiar absentismo, enfermedades psicosociales, y un creciente gap entre ciudadanos productivos y ciudadanos a cargo.

No sirve de nada repintar una y otra vez desde abajo los decorados de la organización de personas; lo que hace falta es cambiarla. Y hasta que los que están arriba del todo abran los ojos a sus errores, vamos a tenerlo difícil.

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